El mundo educativo es un desafío que nos exige un alto nivel de adaptación. Uno de los aspectos que más estrés nos genera es saber cómo afrontar los comportamientos inadecuados de nuestros estudiantes.
Establecer límites no siempre es sencillo. Implica gestionar el malestar de los menores y el nuestro cuando ellos incumplen esas normas. Nuestro trabajo como orientadores conlleva afrontar las expectativas que tienen de nosotros padres, madres y alumnos. El trabajo en regulación emocional debe por ello empezar primero por nosotros mismos. Bisquerra (2008) define la regulación emocional como la capacidad que tenemos de manejar las emociones de forma adecuada, teniendo en cuenta el impacto que pueden causar en los demás, tolerando las emociones negativas (ira, estrés, ansiedad…), y promoviendo las positivas (alegría, humor…). Conocernos a nosotros mismos es la batalla más difícil.
Las emociones pueden ser un gran aliado o nuestro peor enemigo en el contexto educativo. Un ejemplo: la semana pasada fue la entrega final de un trabajo especialmente complicado para mis alumnos (la mayoría de ellos son jóvenes saliendo de su adolescencia). Cuál fue mi sorpresa cuando al lunes siguiente volví a encontrarme con el grupo y J., uno de ellos, me increpó delante de toda la clase porque consideraba injusta su nota y consideraba que les había explicado mal el tema. Mi primera reacción fue de ira, y me surgieron unas ganas inmensas de gritarle de la misma mala manera.
¿Debía seguir mi instinto de supervivencia y responder con contundencia ante esa agresión? ¿O debía intentar calmar mis emociones y analizar qué necesidad intentaba transmitirme J. con esa reacción? Escogí la segunda opción. Debí ser consciente de lo que pasaba en mi cuerpo. Empecé por intentar calmar mi respiración y que la ira se fuese disipando, calmar su intensidad para poder pensar; entonces, entendí que mi reacción a este conflicto sería un modelo a seguir por muchos de mis alumnos. Quería transmitir a J. que no era la forma de hacer un reclamo, así que lo primero era afrontar esta situación de una manera opuesta a la agresión.
Escogí el humor como emoción positiva por medio de un refrán muy conocido: “¡J, entiendo tu frustración, pero si me vas a pegar, no me regañes!” Y con una sonrisa lo invité a que conversáramos mientras sus compañeros empezaban la actividad. Con mi respuesta había logrado sacar una sonrisa a los alumnos que nos observaban, noté como J. bajaba sus defensas y empezaba a ser consciente de su actuación incorrecta, y yo misma noté que mis emociones negativas cada vez eran más tenues. Lo había logrado: volví a tener el control de la clase y fui un modelo positivo para mis estudiantes.
Si entendemos sus necesidades, fortalecemos el vínculo con nuestros alumnos
Muchas veces podemos interpretar las necesidades de los niños como amenazas, pero ser conscientes de que con sus emociones intentan transmitirnos un mensaje nos puede dar una nueva perspectiva. El psicólogo John Bowlby planteó su teoría sobre el vínculo del apego y determinó la existencia de dos tipos de necesidades en el individuo que se activan cuando interactúa con su medio: la necesidad de apego, que se refiere a aquellas necesidades de regulación física (hambre, frío…) y de regulación emocional; y la necesidad de exploración, que se refiere a conocer e interactuar con su entorno. En el caso de J., yo era su adulto de referencia en ese momento, y debía intentar interpretar las señales que él me estaba dando para saber cuál era la necesidad que se le había activado y cómo ayudarlo a regularse.
Por lo tanto, debemos enfocarnos en primer lugar en validar sus emociones. Transmitirle a J. que entendía su frustración era el primer paso para que bajara sus defensas y fuese consciente de que la forma de expresar sus emociones había sobrepasado los límites. Una vez estuvimos solos, le expliqué por qué sus acciones no eran adecuadas. Le mostré que se había dejado llevar por la ira y que había perdido la perspectiva. Dar razones y explicarles la situación permite entender a los niños y a los adolescentes la importancia de dichos límites e interiorizar las normas.
Así, J. me comentó que mi asignatura le costaba mucho y se disculpó por su mala reacción. Había logrado que J. volviese a regular esa necesidad de apego que lo frustraba, era hora de darle una alternativa coherente a su situación. Le propuse una actividad que le ayudaría a mejorar su nota y le asigné un compañero para que hiciese de tutor con él; J. se alegró y se unió a la clase con el resto de los compañeros.
Conectar con los padres: nuestros mejores aliados
Lo que ocurre en casa con los niños y los adolescentes lo vemos luego reflejado en el aula. Cuando los padres utilizan estilos de crianza que tienen como base el afecto, la regulación de emociones y el establecimiento de límites claros, los niños tendrán una socialización más adaptativa y se involucrarán más en el aprendizaje. Pero no siempre este tipo de prácticas parentales son las más frecuentes. Por lo tanto, es importante construir canales de comunicación con los padres y explicarles la importancia de establecer prácticas desde la parentalidad positiva.
Las necesidades de regulación emocional también están presentes en los padres. Por ejemplo, un padre que esté nervioso o preocupado (por estrés laboral, problemas económicos y demás) puede tener dificultades para ser receptivo ante nuestro mensaje. Debemos entonces validar sus emociones y transmitirles que los entendemos, acciones que pueden tener una función muy valiosa para establecer un vínculo de confianza entre docentes y padres.
Asimismo, respetar el ritmo de los padres es fundamental. Podemos cumplir de una mejor manera el objetivo de nuestra reunión con ellos si intentamos no forzar la situación, rebajar nuestras expectativas y acompañarlos en sus necesidades.
En conclusión, titulaciones como la Maestría en Orientación Educativa Familiar permiten la formación de nuevos profesionales con conocimientos y destrezas para ayudar a las familias en la gestión emocional de los conflictos, permitiendo construir un modelo educativo centrado en la parentalidad positiva.